El filósofo estoico y el miedo a la tempestad en el mar



Navegábamos desde Cassiopa[1] a Brindisi por el mar Jónico, que estaba furioso, inmenso y agitado. Durante casi toda la noche que siguió al primer día el viento, que soplaba de costado, había llenado de olas la nave. Luego, mientras todos nuestros compañeros se lamentaban y permanecían en la sentina, brilló por fin el nuevo día. Sin embargo, no remitió el peligro ni la violencia del viento; al contrario, los torbellinos más frecuentes, un cielo negro y masas humeantes de nubarrones y algunas figuras temibles de nubes, que llaman tifones, parecían amenazar con hundir la nave.

Estaba en el barco un célebre filósofo de la escuela estoica, a quien yo había conocido en Atenas, hombre de gran prestigio y que sabía atraerse muy bien la atención de sus jóvenes discípulos. En medio de aquellos peligros tan grandes y de aquella agitación del cielo y del mar mis ojos lo buscaban deseando saber cuál era su estado de ánimo y si se mostraba intrépido y valiente[2]. Y allí contemplamos a aquel hombre asustado y muy pálido, pero sin emitir lamento alguno, como hacían todos los demás, ni proferir voz alguna de ese tipo, aunque el color de su rostro reflejaba la misma turbación que la de los otros. Pero cuando el cielo se despejó y se calmó el mar y se extinguió el peligro de aquella furia, se acercó al estoico un griego rico procedente de Asia y, según parecía, muy refinado y rodeado de lujo y de criados, que disfrutaba de muchos y exquisitos cuidados y atenciones corporales y anímicas. Este, como bromeando, le dijo: «¿Qué pasó, señor filósofo, que cuando estábamos en medio del peligro tuviste miedo y te pusiste pálido? Yo no me atemoricé ni palidecí». El filósofo, tras dudar un instante si convenía contestarle o no, replicó: «No te considero digno de escuchar el motivo de por qué en medio de una tormenta tan impetuosa yo me mostraba algo asustado. Sin embargo, sin duda alguna aquel célebre Aristipo[3], discípulo "de Sócrates" te respondería por mí, cuando en una circunstancia similar, al preguntarle un hombre muy parecido a ti por qué tenía miedo un filósofo cuando él no sentía miedo alguno, le respondió que sus circunstancias y las del otro hombre no eran las mismas, porque aquél individuo no estaba demasiado preocupado por la vida de un bribón inútil, mientras que él temía por la vida de Aristipo».

Con estas palabras el estoico se libró en aquella ocasión de aquel rico asiático. Pero más tarde, como al acercamos a Brindisi hubiera una gran bonanza del mar y del viento, le pregunté cuál era la razón de aquel miedo suyo que no había querido decir a aquel individuo por quien había sido interpelado indignamente. Y él, con afabilidad y dulzura, me respondió: «Ya que te muestras ávido de oír, escucha lo que opinaron nuestros antepasados, los fundadores de la escuela estoica, sobre este miedo pasajero natural e inevitable; o, más bien, léelo, pues leyendo creerás más fácilmente y lo recordarás mejor». Y allí mismo sacó de su hatillo el libro V de Las discertaciones, del filósofo Epicteto, de las que no hay duda que, tras haber sido corregidas por Arriano, concuerdan con los escritos de Zenón y de Crisipo[4].

En aquel libro, escrito en griego, leímos algo de este tenor[5]: «Las imágenes del espíritu que los filósofos llaman apariencias y que empujan inmediatamente la mente del hombre movida por la primera imagen de algo que afecta al espíritu, no son voluntarias ni deseadas, sino que en virtud de una fuerza propia se presentan a los hombres para ser reconocidas; en cambio, las adhesiones de la mente, a las que llaman asentimientos (συγκαταθέσεις), con los que son reconocidas esas imágenes, son voluntarias y son el resultado del arbitrio humano. Por eso, cuando se produce un sonido temible procedente del cielo o de una caída o un aviso súbito de cualquier tipo de peligro o algún otro fenómeno similar, es inevitable que incluso el sabio se vea perturbado y encogido y que palidezca, no por el desconocimiento previo de algún daño, sino por culpa de ciertas reacciones, espontáneas e inconscientes, que trastornan la función de la mente y de la razón. Empero, el sabio desaprueba de inmediato tales apariencias (τάς- τοιαύτας φαντασίας), o sea, esas imágenes que suscitan temor a su espíritu, es decir, no las consiente ni las acepta (ού συγκατατίθεται ούδέ ττροσετηδοξάζει), sino que las rechaza y desdeña y no ve en ellas nada por lo que deba asustarse. Y dicen que el ignorante y el sabio se diferencian en que el ignorante piensa que las cosas crueles y duras son reales tal cual se presentan a su ánimo al primer impulso y les otorga su aprobación y asentimiento tal como aparecen al principio y como si realmente fueran temibles -προσεττιδυ- ξάζει es la palabra que emplean los estoicos cuando disertan sobre este tema-; el sabio, en cambio, tras sufrir una breve y rápida alteración de su color y de su rostro, no las aprueba (ού συγκατατίθβτσι.), sino que mantiene la firmeza y vigor de la opinión que siempre tuvo de tales imágenes como mínimamente temibles, pero que asustan por su aspecto falso y su terror inocuo».

Esto es lo que el filósofo Epicteto pensó y dijo de acuerdo con la doctrina de los estoicos, según leímos en el citado libro, y por eso consideramos que debíamos anotarlas, para que no pensemos que el asustarse involuntariamente y palidecer a causa de fenómenos semejantes a los que he dicho, surgidos de repente, es propio del hombre sabio, sino que esa breve conmoción es más bien una debilidad natural, que no implica pensar que tales fenómenos son como aparecen.


Noches Áticas
Aulo Gelio
Tomo II, Libro XIX. pág, 235


Notas

1] Cassiopa o Cassiope (así Cicerón, Epist. Fam. 16,9,1) era una localidad de la isla de Corcyra (hoy Corfú), frente a las costas del Epiro.
2] Cf. Karlhans Abel, “Das Propatheia-Theoriem. Ein Bcitrag zur stoischen Affcktenlehre”, Hermes 111,1983, 78-97. Una exposición sobre el mismo tema en NA 12,5.
3] Aristipo de Cirene, oyente mucho tiempo de las enseñanzas de Sócrates, fundó la denominada ‘escuela cirenaica’, que acabó por recibir también influencias de Protesilao. Entre finales del siglo III y principios del II a.C. a ella pertenecieron Teodoro ‘el ateo’, Egesias (calificado de ‘el persuasor de la muerte’ debido a su pesimismo) y Anicérídes.
4] La doctrina de Epicteto fue recopilada por su discípulo Arriano de Nicomedia, como explicamos en nota a 1,2,6. Para Epicteto, Cenón y Crisipo, cf. notas a 1,2,6-10.
5] Para mejor comprensión de! tema que sigue, cf. NA 11,5,6 y sus notas pertinentes

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